Después de leer algunos textos de Cortázar, la propuesta fue que escribieran instrucciones para ver la televisión, para cruzar la calle o para ponerse las zapatillas. Una alumna eligió la primera opción y realizó el siguiente texto:
Instrucciones para mirar la televisión
Piensa en esto, cuando te regalan una televisión:
Te regalan unas hermosas imágenes pero: te regalan las ganas de no levantarte a apagar la tele, te regalan la bronca de que repitan las mismas películas, te regalan la inseguridad de que te la roben, te regalan el miedo de que se te rompa, te regalan las ganas de no buscar el control, te regalan el aburrimiento de leer las instrucciones...
En conclusión, no te regalan la felicidad, sino que te regalan la bronca de tener que cuidarla.
Micaela Larroza, 2º B, SB 35
lunes, 17 de diciembre de 2012
viernes, 14 de diciembre de 2012
Evaluación del CIE, actividad de redacción
(de la profesora Mariel Schultz)
Moderna Caperucita
Caperucita salió contenta, tenía ganas de caminar y de ver a su abuela. En su canasta llevaba algo de comida para regalarle. Durante el viaje le sucedió algo inesperado. Un lobo le advirtió que el camino de siempre estaba anegado, por lo que le aconsejó que tomara otro alternativo. A Caperucita no le generó buena impresión. ¿Desde cuándo el lobo es bueno y ayuda a los niños? Hizo de cuenta que tomaba el nuevo sendero, pero en cuanto vio que el lobo desaparecía por el otro camino, dio media vuelta y lo siguió. Percibió cuál era su plan. Cuando estuvo completamente segura de lo que deseaba hacer el lobo, tomó su celular e informó a la policía acerca de lo que estaba aconteciendo. Estos llegaron en algunos minutos, justo cuando el lobo se estaba colocando la ropa de la abuelita.
Actividad de extensión o de continuación: Leer el microrrelato escrito por el compañero de banco y extraer del texto el o los fragmentos que crean convenientes para hacerlo un poco más breve (tener en cuenta que no debe alterarse la historia del cuento).
miércoles, 5 de diciembre de 2012
Microrrelatos Actividad de escritura
Hombre gordo, de Diego Muñoz Valenzuela
El tipo había engordado tanto que ya no cabía por la puerta. Mediante su laptop solicitaba alimento y manejaba sus inversiones. Afortunadamente no necesitaba trabajar, así que tampoco necesitaba salir. Por otra parte, no habría podido hacerlo: sus piernas eran incapaces de sostener aquel peso desproporcionado. Era un cetáceo varado en una cama gigante, provisto de pequeñas extremidades fofas con las cuales escribía las instrucciones en el teclado. Obtenía todo lo necesario gracias a Internet. Era un enorme molusco rosado buscando satisfacción en la red virtual. Los proveedores dejaron de acudir a su casa, pues el alimento –de variadas clases, incluido el alcohol- se cargaba en receptáculos conectados a tuberías a solicitud del solitario e invisible comprador. Antes de cerrar para siempre su puerta, conectó sus puntos sensibles a robots de estimulación sexual. Se las arregló con el hampa para instalar dispensadores de droga. Finalmente la casa estalló, nadie sabe la causa. Los alrededores eran un asco, cubiertos de grasa, sangre y restos de órganos, tendones y huesos.
Pudo ser resultado de un crecimiento grotesco del cuerpo; o una explosión de placer ilimitado; o una simple indigestión.
Pronto se sabrá: tiene seguidores y algunos de ellos se financian mediante contratos con canales de televisión que transmiten segundo tras segundo -como contraprestación y en virtud de un nítido contrato- el desarrollo de los acontecimientos. Algún científico aprovechará esa información, estoy seguro.
El rival, de David Roas
Narciso se sentía diferente de sí mismo. Cuando salía de casa, caminaba siempre dos pasos por delante de él. Sólo se detenía para esperarse cuando llegaba al café en el que desayunaba cada mañana. Allí se abría la puerta solícito, fingiendo una falsa educación, para cerrársela inmediatamente en las narices cuando estaba a punto de cruzarla. Otro de sus juegos preferidos, por ejemplo, era desafiarse a ver quién leía más rápido, pasando velozmente la página e impidiéndose leer cómodamente.
Comer, dormir, follar… era siempre una competición.
El día en que murió, sentado frente al ataúd donde reposaba, no pude reprimir una sonrisa de venganza.
Amor cibernauta, de Diego Muñoz Valenzuela
Se conocieron por la red. Él era tartamudo y tenía un rostro brutal de neanderthal: gran cabeza, frente abultada, ojos separados, redondos y rojos, dientes de conejo que sobresalían de una boca enorme y abierta, cuerpo endeble y barriga prominente. Ella estaba inválida del cuello hasta los pies y dictaba los mensajes al computador con una voz hermosa, pausada y clara que no parecía tener nada que ver con ella; tenía el cuerpo de una muñeca maltratada. Fue un amor a primer intercambio de mensajes: hablaron de la armonía del universo y de los sufrimientos terrestres, de la necesidad del imperio de la belleza y de los abyectos afanes de los mercaderes de la guerra, de la abrumadora generosidad del espíritu humano que contradice la miseria de unos pocos. Leían incrédulos las réplicas donde encontraban una mirada equivalente del mundo, no igual, similar aunque enriquecida por historias y percepciones diferentes. Durante meses evitaron hablar de sí mismos, menos aún de la posibilidad de encontrarse en un sitio real y no virtual. Un día él le envió la foto digitalizada de un galán. Ella le retribuyó con la imagen de una bailarina. Él le escribió encendidos versos de amor que ella leyó embelesada. Ella le envió canciones con su propia voz, él lloró de emoción al escuchar esa música maravillosa. Él le narraba con gracia los pormenores de su agitada vida social, burlándose agudamente de los mediocres. Ella le enviaba descripciones de sus giras por el mundo con compañías famosas. Ninguno de los dos jamás propuso encontrarse en el mundo real. Fue un amor verdadero, no virtual, como los que suelen acontecernos en ese lugar que llamamos realidad.
Juan López y Jhon Ward, de Jorge Luis Borges
Les tocó en suerte una época extraña.
El planeta había sido parcelado en distintos países, cada uno provisto de lealtades, de queridas memorias, de un pasado sin duda heroico, de derechos, de agravios, de una mitología peculiar, de próceres de bronce, de aniversarios, de demagogos y de símbolos. Esa división, cara a los cartógrafos, auspiciaba las guerras.
López había nacido en la ciudad junto al río inmóvil; Ward, en las afueras de la ciudad por la que caminó Father Brown. Había estudiado castellano para leer el Quijote.
El otro profesaba el amor a Conrad, que le había sido revelado en un aula de la calle Viamonte.
Hubieran sido amigos, pero se vieron una sola vez cara a cara, en unas islas demasiado famosas, y cada uno de los dos fue Caín, y cada uno, Abel.
Los enterraron juntos. La nieve y la corrupción los conocen.
El hecho que refiero pasó en un tiempo que no podemos entender.
Actividad: escribir un microrrelato que posea un narrador en tercera persona. Hacia el final (en lo posible dentro de las dos últimas líneas), variar el narrador a primera persona (ya sea, para darle un giro inesperado al cuento -como sucede en "El rival"- o para realizar una evaluación de lo narrado -como sucede en los restantes microrrelatos presentados-).
“Entre muchas disquisiciones y disparates, logré escribir una definición de cuento, que dice así: «El cuento es un objeto narrativo, geométrico, preciso y precioso». Creo que ese objeto tan preciado, que Palmerín de Inglaterra llamaba «el fruto de oro de la imaginación», se sigue cosechando aquí, allá y acullá, con resultados muy variados, algunos de ellos espléndidos. Y mientras exista la necesidad de relatar las aventuras de lo humano, el cuento seguirá siendo uno de los vehículos más apropiados para preservar la memoria colectiva”.
Ednodio Quintero
Ednodio Quintero
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